Cazador y presa.
Como un bravo tambor de batalla, su corazón parecía salirse del pecho. En el cielo, la redonda luna se veía opacada por las errantes nubes de tormenta, que amenazaban con un nuevo diluvio universal. De la boca del muchacho, un tímido vapor agitado se desprendía en la oscuridad.
Pensó que el monte frutal, viejo y desvencijado por el frío otoño pero aún fértil en las primaveras, sería el escondite más adecuado para intentar huir del experimentado “cazador”, sediento de victoria.
Pero cometió un error: las ramas y hojas secas, que ahora cubrían parte de su cuerpo, habían sido demasiadas ruidosas y alertaron a su momentáneo enemigo. El feroz perseguidor se agazapó y mantuvo el silencio, intentando oír algo más que la naturaleza. Mientras, la “presa”, se colocó lo más horizontal que pudo y desde allí vio, entre las copas móviles de los árboles, el firmamento.
Pasaron un par de minutos y cientos de cosas atravesaron sus pensamientos, algún que otro insecto ante su rostro. Pero allí fue cuando sucedió, la fatídica revelación que lo llevó a incorporarse y correr tan rápido como pudo, todo antes de pestañar una vez siquiera. Rocas y frutas putrefactas debió sortear como vallas en una carrera de obstáculos.
Su rival lo había descubierto, y en medio de la desaforrada persecución, cuyo único fin positivo era la libertad, allí en la cerca, que en esa situación debía llamarse “lejana”, escuchó la muerte…
- Piedra libre a César.- exclamó el “cazador”, mientras palmeaba una de las tablas, que hacían de purgatorio, infierno o cielo, según como llegaras con respecto a tu contrincante.
Cabizbajo, el joven cruzó sus brazos a la altura de los ojos y, aún jadeando, comenzó la cuenta regresiva, que lo convertiría a él en el buscador de “presas” que osaran esconderse.
Los niños topos.
Cuentan los viejos sabios de Boedo, que bajo las calles de este barrio porteño, entre alcantarillas y cloacas, viven los niños topos. Nadie sabe concretamente cuando crearon su sociedad; todo aquel que, por casualidad, los ha visto deja de hablar.
Don Luís, el anciano de los bigotes amarillentos, asegura que uno de sus hijos descendió y pasó casi un año estudiando la cultura de estas criaturitas. La mayoría de ellos llega por deseo propio, pero otros son abandonados allí por gente desesperada. No poseen ninguna diferencia física significativa con nosotros, pero al crecer entre las turbias aguas residuales y paredes embarradas, sus corazones se manchan y la maldad crece día a día.
Con ropas harapientos, cuerpos como una piltrafa y tierra bajo las uñas, pasan las horas de sol en el amparo de las sombras pero cuando la luna reina el cielo, salen en busca de recursos que satisfagan las necesidades. Se mantienen fuera de la vista de la gente común, más cuando las llaves no encuentras o el control remoto está en otro lugar (de donde lo dejaste), es porque ellos pasaron por allí.
Mientras tanto, Rubén: el más viejo de los ancianos, comenta que en su juventud los llamaban “zarramplines” y los creían duendes, hasta que llegó la tecnología y los investigaron hasta desmitificarlos. Sin embargo, tiene la rara idea de que los niños topos, al crecer, salen al exterior y poseen vidas normales, pero aquellos que fueron más malvados se convierten en políticos, que tratan de convertir el mundo que todos conocemos en un sumidero gigante y dejan a los chicos sin educación, viviendo a oscuras, luchando por sobrevivir.
Igual, digan lo que digan estos señores, pocos creen y le dan poder a estos seres, dejando nuestros futuros en perversas manos corruptas.
La prisión del Rey.
-Llegó la hora, hay que partir viejo Rey. No habrá reino que gobernar donde vas; te codearás con quienes fueron tus súbditos, ni joyas ni ropas finas. - dijo, mientras echaba sus rubios rulos atrás.
-¿Acaso eres un ángel? - preguntó el monarca, justo cuando giraba en su cama de pieles exóticas y finos almohadones, para ver quién le hablaba.- ¡Joven atrevido! ¿Quién eres?- gritó al verlo.
- No soy la muerte, ni un enviado de Dios, ni siquiera párroco; soy un rebelde y anarquista. - tomando su espada exclamó – vas directo a las mazmorras.-
Desesperado, trató “el rey” de resistirse; varias personas estaban ahora en el cuarto, ese testigo mudo de infidelidades y maliciosos planes, para llevarlo hasta la torre principal. Un frío golpe traicionero, por detrás, lo dejó inconsciente.
Cuando despertó se encontraba en el piso de adoquines sucios e indignos de recibirlo, grilletes oxidados en las mismas muñecas que horas antes eran decoradas por doradas pulseras incrustadas de gemas y piedras preciosas.
Al despabilarse un poco más aún, notó que su fiel ayudante y maestro en armas, se hallaba en la misma situación, un poco más sano, tal vez, entre las paredes rústicas y adornadas con nombres grabados de antiguos presos (y gran cantidad de moho) que los contenían.
Respirar en tal sitio se convirtió en un desafío, el olor a sudor y sangre seca se mezclaba con la humedad y el humo que llegaba desde afuera. Peor aún era la herida que surcaba el vientre del dueño de numerosas tierras, que jamás volvería a ver.
- Tenías razón, tendría que haber arreglado la prisión… es inhumana.- murmuró con una lágrima en la mejilla, a su lacayo, el cruel mandatario, que acababa de comprender el funesto final de su reinado.
Escritos por Segundo B. Otis.
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