La noche era agradable, corría algo de viento fresco pero se
no se sentía frío. Incluso en el interior de ciertos lugares hacía calor. Las
estrellas se habían tomado vacaciones y la luna, solitaria pero resistente,
iluminaba con esplendor las calles agitadas de la urbe.
Ramiro estaba en un bar muy pintoresco, en la zona de la
ciudad donde se concentra una mayor cantidad de pubs, antros, boliches y demás,
de toda la ciudad. Eran cuatro amigos, cada uno con su historia, vivencias,
anécdotas para contar y compartir, pero un mismo y único fin qué los unía en
ese momento. Él andaba en bicicleta.
Comieron algo liviano, a modo de picada o para hacer base
ante la inminente llegada de cantidades estrambóticas de alcohol, sentados en
unas mesas con sillón incluido, no berreta como hay en los locales de comida
rápida, sino bien confeccionados como esos restaurantes norteamericanos que
vemos en las películas ambientadas en los años 50. Con tapizado de cuero rojo y
blanco, mesas siempre limpias de bordes metálicos y servilleteros de colección.
Empezaron a tomar, una jarra de cerveza tras otra pasaba por
sus manos, las cosas aquí comenzaron a estar poco claras, de hecho, tan oscuras
como un café colombiano... la borrachera nunca es buena compañera y menos aún
en un sueño.
La música comenzó a ponerse más movida, dejaron los temas
clásicos de rock para que las piernas se soltaran un poco más. Por lo que
decidieron que era el momento correcto para irse del lugar, creo que era
necesario ir a ver unas amigas del grupo, por alguna razón, de vez en cuando,
Ramiro tenía la sensación de que eran cantantes, no exitosas pero si buenas, de
esas que vale la pena ir a ver, más allá de la relación que los une, pero a
estas alturas dudaba hasta de su propia existencia.
Recorrieron varias cuadras, había mucha gente en la calle,
mientras avanzaban, hizo unos trucos fenomenales y únicos en la bici, de esos
que solo se ven en los programas de deportes extremos, que motivan a los niños
a intentar imitarlos. Fueron aún más espectaculares si se tiene en cuenta que
era de esos rodados antiguos con canasto y porta equipaje, pintada de negro,
algunas zonas oxidadas, pero no tanto para ser considerada reliquia. Solo vieja.
Fue necesario salir de la calle principal, la de los bares,
para recorrer los interiores de un barrio completamente desconocido para el
protagonista. Los árboles eran altos, de colores mixtos y frutas silbadoras.
Daba algo de miedo caminar por allí.
Llegaron, era una misteriosa puerta de metal a la que se
ingresaba con una especie de código o contraseña, nada de listas ni guardias de
seguridad fornidos, mientras sus amigos entraron, se quedó en el cordón dando
saltitos con la bicicleta, hasta que enganchó mal un espacio entre el reborde
de la vereda y el asfalto, como si fuera poco, estaba en una cuadra en bajada.
Se desató un caída abrupta e inesperada, de esas que el
primer segundo parece en cámara lenta y para evitarla, es aquel el momento
exacto, sin embargo, sus reflejos estaba minimizados por la ingesta de bebidas
para mayores de dieciocho años y así se vio involucrado en el inicio de la
aventura. Avanzaba sin control, cuesta abajo, temiendo que de tocar algo el
golpe fuese peor.
Durante un microsegundo sintió la brisa en su rostro y
entrecerró los ojos, se sentía bien, lo imaginó semejante a la libertad del ave
que deja caer su cuerpo desde el cielo, sabiendo que, al final, todo va a estar
bien porque así vive él.
Con su ebriedad a cuestas, esquivó los autos, colectivos y
personas, hasta perderse en aquella zona de una ciudad inmensa, el barrio de
discos, las calles ilógicamente anchas y la gente estúpidamente violenta.
Subió a la acera en una esquina, un grupo de muchachos rudos
se peleaba con todos los que pasaban, como cobrando peaje, incluso llegó a ver
como derribaban a un compañero ciclista de un solo golpe.
Claramente, no deseaba cruzar por el medio de ellos, así que
aparentando que leía los carteles de los nombres de las calles, disimulado, iba
girando y cuando casi se daba por salvado, uno gritó "¿qué te pasa
rastaman?". Extraño. No llevaba ningún tipo de identificación con dicha
comunidad, lo cual le dio más miedo aún, ya que parecía que podía ver en su
interior. Ramiro era adepto a estas ideologías, pero no lo comentaba muy
seguido, temía que lo caracterizaran negativamente por prejuicios estúpidos.
Se detuvo, se acercaron dos matones pero por una fuerza
misteriosa del mundo onírico (de la cual nunca volveremos a oír ni tendremos
mayores explicaciones), el que estaba en cueros, mostrando un gran cuerpo de
músculos prefabricados por anabólicos baratos, de inflados pectorales que
anormalmente sobresalían y tatuajes de tinta de dudosa procedencia algo
despintados por el paso del tiempo, se apiadó y convenció al otro de que lo
haga también.
Viendo su reciente buena onda, el muchacho flacucho y de
barba tupida, giró con su bici y se perfiló para retomar donde antes no se
había animado por su presencia. Sus nuevos camaradas, incluso, le dieron un
empujón a la pasada, sutil pero de manos firmes y calurosas, casi paternal, ese
impulso que ante la duda nos invita a continuar, recargándonos de confianza
esperanzadora.
Pedaleó tanto y tan rápido como pudo, entre aliviado y
feliz, hasta quedar casi inconsciente. Tambaleando, con las piernas flojas, se
frenó y a los pobres tumbos, se bajó de su vehículo. Alguna persona o alma
caritativa, viendo su estado, se apiadó y ayudó a subirse a un taxi. Incluso,
este buen samaritano, debió discutir con un colectivero (con los riesgos que
esto implica), dado que fueron necesarios varios minutos de tránsito detenido
para cargar a Ramiro al auto.
Arrancaron, no le dijo a dónde, ya que no lo sabía ni él
mismo, pero iban avanzando, la tierra a sus pies se deslizaba suavemente. Casi
anestesiado en el asiento de atrás, todo parece inmenso y moviéndose en cámara
lenta, como en transe.
Miró por la ventanilla y los negocios se le hacían
conocidos, creía saber donde andaban, esas luces, esos carteles, había algo
familiar en todos ellos. Era como un déjà vú, donde solo lo que late en tu
pecho es real. Minutos después, le dijo al conductor que se quería bajar,
sentía, solo en su pecho, sin más seguridad que su propia y profunda intuición,
que se habían pasado una cuadra.
El conductor profesional le respondió, mirándolo por el
espejo, con una voz firme, aparentando estar convencido: "vos no venís
acá, esa es Suipacha, vos no tenés cara de que vayas a Suipacha". El joven
le contestó frenéticamente que si, él necesitaba que de la vuelta manzana y se
orilla para que se baje, era de vital importancia.
De mala gana, como esa madre que accede a que su hija salga
en una noche de invierno tormentoso pero con el presentimiento de que algo va a
pasar, realizó la vuelta que solicitó el muchacho y ahí, Rami, comenzó a buscar
los billetes. Sabía que tenía dinero, estaba completamente seguro de que así
era porque en algún momento de la noche temió por aquellos morlacos. Eran los
que llevaba en el bolsillo de las monedas, los de seguridad, los de la
salvación, los que solo usaba en este tipo de situaciones.
Pasaban los segundos, de ser un reloj de arena se oirían los
granos caer uno a uno, por lo que el tachero se giró en su asiento, se aproximó
más de lo que era realmente necesario y le dio plata. Le dijo, con voz tierna,
cálida, de comprensión, que le corresponden, que son suyos; no parece un
vuelto, parece más una donación, una contribución a la juventud que busca
exaltarse en los fines de semana y a él le tocó ser el ebrio representante de
toda una generación.
Se asusta, se confunde, no sabe que hacer, piensa lo peor de
él y simplemente, le está haciendo un obsequio. Raro si, pero un regalo al fin.
Nunca antes un taxista le había dado plata por nada y para colmo, llevarlo
gratuitamente. Algo tembloroso aún, bajó e inmediatamente, reclamó su bici,
recién la recordaba. Estaba muy exaltado, el pecho le latía velozmente, la
respiración se agitaba, sintiéndose robado, estafado. Claro, estaba en muy mal
estado cuando aquel ignoto salvador se la cargó en el portaequipaje, donde
estuvo todo este tiempo, pensó que el taxista la había perdido o robado y en
forma de arrepentimiento, le dio ese dinero.
Se dirigió, con rodado y todo, al interior del bar, donde
estaban sus amigos, dejó la bicicleta junto a la mesa en que estaban. Saludó
uno a uno, se han incorporados varios en su ausencia. Me muestran una rata
muerta contra la pared, aplastada y sangrando por la boca. Finalmente, en la
comodidad de la presencia de la gente que quiere, en su versión más rara y
disfrazada, respiró aliviado y le pidió a la moza un café, negro, fuerte.-
0 Comentarios aquí:
Publicar un comentario