Sueño Under

Con este texto doy inicio a una serie de sueños que vengo acumulando hace un par de semanas, donde lo único que hago es: despertar y escribir como pueda lo que recuerdo. Más tarde, en este caso, algo así como 17 días después, lo transcribo, acomodo un poco y sale a la luz. Como siempre, me nutro de sus comentarios. Gracias.



La noche era agradable, corría algo de viento fresco pero se no se sentía frío. Incluso en el interior de ciertos lugares hacía calor. Las estrellas se habían tomado vacaciones y la luna, solitaria pero resistente, iluminaba con esplendor las calles agitadas de la urbe.
Ramiro estaba en un bar muy pintoresco, en la zona de la ciudad donde se concentra una mayor cantidad de pubs, antros, boliches y demás, de toda la ciudad. Eran cuatro amigos, cada uno con su historia, vivencias, anécdotas para contar y compartir, pero un mismo y único fin qué los unía en ese momento. Él andaba en bicicleta.
Comieron algo liviano, a modo de picada o para hacer base ante la inminente llegada de cantidades estrambóticas de alcohol, sentados en unas mesas con sillón incluido, no berreta como hay en los locales de comida rápida, sino bien confeccionados como esos restaurantes norteamericanos que vemos en las películas ambientadas en los años 50. Con tapizado de cuero rojo y blanco, mesas siempre limpias de bordes metálicos y servilleteros de colección.
Empezaron a tomar, una jarra de cerveza tras otra pasaba por sus manos, las cosas aquí comenzaron a estar poco claras, de hecho, tan oscuras como un café colombiano... la borrachera nunca es buena compañera y menos aún en un sueño.
La música comenzó a ponerse más movida, dejaron los temas clásicos de rock para que las piernas se soltaran un poco más. Por lo que decidieron que era el momento correcto para irse del lugar, creo que era necesario ir a ver unas amigas del grupo, por alguna razón, de vez en cuando, Ramiro tenía la sensación de que eran cantantes, no exitosas pero si buenas, de esas que vale la pena ir a ver, más allá de la relación que los une, pero a estas alturas dudaba hasta de su propia existencia.
Recorrieron varias cuadras, había mucha gente en la calle, mientras avanzaban, hizo unos trucos fenomenales y únicos en la bici, de esos que solo se ven en los programas de deportes extremos, que motivan a los niños a intentar imitarlos. Fueron aún más espectaculares si se tiene en cuenta que era de esos rodados antiguos con canasto y porta equipaje, pintada de negro, algunas zonas oxidadas, pero no tanto para ser considerada reliquia. Solo vieja.
Fue necesario salir de la calle principal, la de los bares, para recorrer los interiores de un barrio completamente desconocido para el protagonista. Los árboles eran altos, de colores mixtos y frutas silbadoras. Daba algo de miedo caminar por allí.
Llegaron, era una misteriosa puerta de metal a la que se ingresaba con una especie de código o contraseña, nada de listas ni guardias de seguridad fornidos, mientras sus amigos entraron, se quedó en el cordón dando saltitos con la bicicleta, hasta que enganchó mal un espacio entre el reborde de la vereda y el asfalto, como si fuera poco, estaba en una cuadra en bajada.
Se desató un caída abrupta e inesperada, de esas que el primer segundo parece en cámara lenta y para evitarla, es aquel el momento exacto, sin embargo, sus reflejos estaba minimizados por la ingesta de bebidas para mayores de dieciocho años y así se vio involucrado en el inicio de la aventura. Avanzaba sin control, cuesta abajo, temiendo que de tocar algo el golpe fuese peor.
Durante un microsegundo sintió la brisa en su rostro y entrecerró los ojos, se sentía bien, lo imaginó semejante a la libertad del ave que deja caer su cuerpo desde el cielo, sabiendo que, al final, todo va a estar bien porque así vive él.
Con su ebriedad a cuestas, esquivó los autos, colectivos y personas, hasta perderse en aquella zona de una ciudad inmensa, el barrio de discos, las calles ilógicamente anchas y la gente estúpidamente violenta.
Subió a la acera en una esquina, un grupo de muchachos rudos se peleaba con todos los que pasaban, como cobrando peaje, incluso llegó a ver como derribaban a un compañero ciclista de un solo golpe.
Claramente, no deseaba cruzar por el medio de ellos, así que aparentando que leía los carteles de los nombres de las calles, disimulado, iba girando y cuando casi se daba por salvado, uno gritó "¿qué te pasa rastaman?". Extraño. No llevaba ningún tipo de identificación con dicha comunidad, lo cual le dio más miedo aún, ya que parecía que podía ver en su interior. Ramiro era adepto a estas ideologías, pero no lo comentaba muy seguido, temía que lo caracterizaran negativamente por prejuicios estúpidos.
Se detuvo, se acercaron dos matones pero por una fuerza misteriosa del mundo onírico (de la cual nunca volveremos a oír ni tendremos mayores explicaciones), el que estaba en cueros, mostrando un gran cuerpo de músculos prefabricados por anabólicos baratos, de inflados pectorales que anormalmente sobresalían y tatuajes de tinta de dudosa procedencia algo despintados por el paso del tiempo, se apiadó y convenció al otro de que lo haga también.
Viendo su reciente buena onda, el muchacho flacucho y de barba tupida, giró con su bici y se perfiló para retomar donde antes no se había animado por su presencia. Sus nuevos camaradas, incluso, le dieron un empujón a la pasada, sutil pero de manos firmes y calurosas, casi paternal, ese impulso que ante la duda nos invita a continuar, recargándonos de confianza esperanzadora.
Pedaleó tanto y tan rápido como pudo, entre aliviado y feliz, hasta quedar casi inconsciente. Tambaleando, con las piernas flojas, se frenó y a los pobres tumbos, se bajó de su vehículo. Alguna persona o alma caritativa, viendo su estado, se apiadó y ayudó a subirse a un taxi. Incluso, este buen samaritano, debió discutir con un colectivero (con los riesgos que esto implica), dado que fueron necesarios varios minutos de tránsito detenido para cargar a Ramiro al auto.
Arrancaron, no le dijo a dónde, ya que no lo sabía ni él mismo, pero iban avanzando, la tierra a sus pies se deslizaba suavemente. Casi anestesiado en el asiento de atrás, todo parece inmenso y moviéndose en cámara lenta, como en transe.
Miró por la ventanilla y los negocios se le hacían conocidos, creía saber donde andaban, esas luces, esos carteles, había algo familiar en todos ellos. Era como un déjà vú, donde solo lo que late en tu pecho es real. Minutos después, le dijo al conductor que se quería bajar, sentía, solo en su pecho, sin más seguridad que su propia y profunda intuición, que se habían pasado una cuadra.
El conductor profesional le respondió, mirándolo por el espejo, con una voz firme, aparentando estar convencido: "vos no venís acá, esa es Suipacha, vos no tenés cara de que vayas a Suipacha". El joven le contestó frenéticamente que si, él necesitaba que de la vuelta manzana y se orilla para que se baje, era de vital importancia.
De mala gana, como esa madre que accede a que su hija salga en una noche de invierno tormentoso pero con el presentimiento de que algo va a pasar, realizó la vuelta que solicitó el muchacho y ahí, Rami, comenzó a buscar los billetes. Sabía que tenía dinero, estaba completamente seguro de que así era porque en algún momento de la noche temió por aquellos morlacos. Eran los que llevaba en el bolsillo de las monedas, los de seguridad, los de la salvación, los que solo usaba en este tipo de situaciones.
Pasaban los segundos, de ser un reloj de arena se oirían los granos caer uno a uno, por lo que el tachero se giró en su asiento, se aproximó más de lo que era realmente necesario y le dio plata. Le dijo, con voz tierna, cálida, de comprensión, que le corresponden, que son suyos; no parece un vuelto, parece más una donación, una contribución a la juventud que busca exaltarse en los fines de semana y a él le tocó ser el ebrio representante de toda una generación.
Se asusta, se confunde, no sabe que hacer, piensa lo peor de él y simplemente, le está haciendo un obsequio. Raro si, pero un regalo al fin. Nunca antes un taxista le había dado plata por nada y para colmo, llevarlo gratuitamente. Algo tembloroso aún, bajó e inmediatamente, reclamó su bici, recién la recordaba. Estaba muy exaltado, el pecho le latía velozmente, la respiración se agitaba, sintiéndose robado, estafado. Claro, estaba en muy mal estado cuando aquel ignoto salvador se la cargó en el portaequipaje, donde estuvo todo este tiempo, pensó que el taxista la había perdido o robado y en forma de arrepentimiento, le dio ese dinero.
Se dirigió, con rodado y todo, al interior del bar, donde estaban sus amigos, dejó la bicicleta junto a la mesa en que estaban. Saludó uno a uno, se han incorporados varios en su ausencia. Me muestran una rata muerta contra la pared, aplastada y sangrando por la boca. Finalmente, en la comodidad de la presencia de la gente que quiere, en su versión más rara y disfrazada, respiró aliviado y le pidió a la moza un café, negro, fuerte.-

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